domingo, 29 de junio de 2008

CRÓNICA DE UNA MENTIRA.


No es intención de esta columna reflejar los hechos de actualidad, sino que trata de rescatar valores atemporales que puedan ser leídos más allá de lo que corresponde a la crónica informativa.
Sin embargo, no podemos pasar por alto algo sucedido no hace tanto, más exactamente en febrero del año pasado, en ocasión de publicarse la Exhortación Apostólica Sacramentum Caritatis del Papa Benedicto XVI.
Los comentarios, despectivos y hasta agraviantes, partieron desde toda clase de personas que dejaron en claro que no habían leído el documento, sino que se basaban en otros comentarios previos, lanzados con desparpajo, con un aparente propósito descalificador.
Las falsas afirmaciones publicadas en la prensa tuvieron también su reflejo en los foros de internet donde se multiplicaban los comentarios de los comentarios, en un evidente sofisma no convenientemente rebatido. Como continuamente se actualizan esas “voces justicieras” creo conveniente hacerlo ahora.

La simpatía o antipatía que tengamos por la figura del papa o por su significado político social y religioso, no debe hacernos perder la objetividad cuando analizamos sus acciones.
Lo cierto es que, hasta ahora, el actual pontífice no se ha apartado un ápice de lo predicado por sus antecesores, incluyendo a Juan Pablo II. Es más, como es usual, los cita permanentemente.
La mayoría de los comentaristas se han indignado por el hecho (luego veremos que es falso) de que se propone dar la misa en latín, suprimir el beso de la paz y eliminar las canciones. Lo paradójico es que se han dado a opinar los que son no creyentes y menos aún practicantes del culto católico, es decir, los que no van ni irán a misa o sea que, si esas supuestas disposiciones fueran reales, jamás los afectarían a ellos. Creo, en primer lugar, que habría que recomendarle la lectura de la dedicatoria que sigue al título del documento: “Al episcopado, al clero, a las personas consagradas y a los fieles laicos”. Como se ve, sus disposiciones no le competen ni están obligados a cumplirlas. Nadie les quita el derecho a opinar pero, antes de hacerlo, sería bueno que siguieran leyendo lo que dice el extenso texto.
Para ahorrarles el paseo por los 97 parágrafos y las 256 notas al pie, vamos a transcribir y a comentar lo que más les ha preocupado. No creo que sirva a los que intencionadamente han lanzado estas falsedades, pero sí a quienes de buena fe las han creído y divulgado.
Será importante saber que el papa no hizo esa exhortación “de puro tirano nomás”, como diría Jauretche, sino que se refiere a lo resuelto por la XI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, celebrada del 2 al 23 de octubre de 2005 en el Vaticano.
Pero veamos los 3 temas que tanto preocupan:
1.- Volver a la misa en latín.
Dice el parágrafo 6:
... pienso en las celebraciones que tienen lugar durante encuentros internacionales, hoy cada vez más frecuentes. Éstas han de ser valoradas debidamente. Para expresar mejor la unidad y universalidad de la Iglesia, quisiera recomendar lo que ha sugerido el Sínodo de los Obispos, en sintonía con las normas del Concilio Vaticano II: exceptuadas las lecturas, la homilía y la oración de los fieles, sería bueno que dichas celebraciones fueran en latín; también se podrían rezar en latín las oraciones más conocidas de la tradición de la Iglesia y, eventualmente, utilizar cantos gregorianos. Más en general, pido que los futuros sacerdotes, desde el tiempo del seminario, se preparen para comprender y celebrar la santa Misa en latín, además de utilizar textos latinos y cantar en gregoriano; se procurará que los mismos fieles conozcan las oraciones más comunes en latín y que canten en gregoriano algunas partes de la liturgia.

Este artículo no hace más que ratificar lo expresado por el Concilio Ecuménico Vaticano II en su Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia. Se debe recordar que el idioma oficial de la Iglesia Católica es el latín y siempre un idioma da unidad a los grupos, ya sean étnicos, sociales, políticos o religiosos. Véase especialmente que no se habla de dar siempre la misa en latín, sino sólo en los encuentros internacionales. Es menos de lo que pide el Concilio, ya que éste dice que en todos los países, en las iglesias donde se celebran varias misas diarias, al menos una se diga en latín. Esto tiene por objeto que cualquier católico que viaje por el mundo encuentre unidad en la liturgia.
La segunda parte del artículo no habla más que de cuestiones prácticas: si se ha de tratar de que el idioma produzca una universalidad en el rito, es lógico que quienes lo practican tengan conocimiento de él, en mayor o menor medida, de acuerdo a su intervención en la liturgia. Nótese además que el Papa no impone una norma, sino que sólo dice “sería bueno que...”
¿Queda respondida la inquietud? Esos que estaban tan preocupados pueden concurrir tranquilos a la misa dominical y la van a comprender perfectamente.

2.- Suprimir el beso de la paz.
Volvemos al documento a que hacemos referencia y leemos en el parágrafo 49:
La Eucaristía es por su naturaleza sacramento de paz. Esta dimensión del Misterio eucarístico se expresa en la celebración litúrgica de manera específica con el rito de la paz. Se trata indudablemente de un signo de gran valor. (...) Por ello se comprende la intensidad con que se vive frecuentemente el rito de la paz en la celebración litúrgica. A este propósito, sin embargo, durante el Sínodo de los Obispos se ha visto la conveniencia de moderar este gesto, que puede adquirir expresiones exageradas, provocando cierta confusión en la asamblea precisamente antes de la Comunión. Sería bueno recordar que el alto valor del gesto no queda mermado por la sobriedad necesaria para mantener un clima adecuado a la celebración, limitando por ejemplo el intercambio de la paz a los más cercanos.
En una nota al pie advierte:
he pedido a los Dicasterios competentes que estudien la posibilidad de colocar el rito de la paz en otro momento, por ejemplo, antes de la presentación de las ofrendas en el altar.

Creo que con esto que da resuelto ese otro gran cuestionamiento. Podemos seguir yendo a misa y dándonos el saludo de la paz. Sólo trataremos de no dispersarnos para no perder la concentración en ese momento que sucede casi inmediatamente después de la consagración (momento cúlmine de la misa) y antes de la comunión, es decir con la presencia misma del Señor en el altar.

3.- Eliminar las canciones.
Dice el parágrafo 42 que el canto litúrgico desempeña un papel importante y cita a san Agustín: “El cantar es función de alegría y, si lo consideramos atentamente, función de amor”
Los cantos gregorianos –sepa quien no lo sabe– dan a las celebraciones un tono de recogimiento y elevación que no es fácil obtener con los cánticos comunes, aunque estos tienen la belleza de lo coloquial y una representación mayor de la comunidad que los entona. Dice Benedicto XVI en el mismo documento:
La Iglesia, en su bimilenaria historia, ha compuesto y sigue componiendo música y cantos que son un patrimonio de fe y de amor que no se ha de perder.(...) Por consiguiente, todo —el texto, la melodía, la ejecución— ha de corresponder al sentido del misterio celebrado, a las partes del rito y a los tiempos litúrgicos. (...)Finalmente, si bien se han de tener en cuenta las diversas tendencias y tradiciones tan loables, deseo, como han pedido los Padres sinodales, que se valore adecuadamente el canto gregoriano como canto propio de la liturgia romana.

Y como vimos en el punto 1, tampoco impone la norma, sino que dice textualmente: “se podrían, eventualmente, utilizar cantos gregorianos”
No se si esta nota logrará alentar a aquellos que no se animaban a ir a misa por temor a no entenderla, pero quizás recuperen la paz que habían perdido. Dóminus vobiscum.

TODOS EN LA MISMA BOLSA


Los valores trascendentes que la Iglesia católica defiende hace siglos, están siendo degradados de tal manera que, a veces, decir que uno es católico es exponerse a ser calificado de reaccionario, cuando no de enemigo de la sociedad.
Si alguien ataca a un integrante de la comunidad judía, sale todo un ejército de periodistas, abogados, funcionarios, etc. etc., a acusar de antisemitismo a quien lo hace, al que puede caberle una sanción penal. Y está bien que así suceda. Porque nadie debe ser atacado o injuriado en razón de su fe. Pero los católicos podemos ser insultados impunemente, tanto en nuestra persona como en nuestro papa o en el mismo Cristo Jesús, sin que la INADI ni juez o fiscal alguno inicie un proceso o diga al menos una palabra.
Para que quede en claro: no digo que esté mal que se defienda al judío, porque yo también lo hago, sólo pido un trato igual para nosotros los católicos.
Hay periodistas que para descalificar la Iglesia dicen simplemente: “La Iglesia no puede hablar porque durante la dictadura, había curas y obispos que bendecían a los que mataban y torturaban” y allí incluyen a todos: también a Angelelli, a Mugica, a De Nevares, a Hessaine. Es como si dijéramos: “El periodismo no puede hablar porque durante la dictadura, había periodistas que elogiaban calurosamente a los que mataban y torturaban”. Así estaríamos olvidando a los periodistas que murieron o desaparecieron y a los que tuvieron que exiliarse o dedicarse a otra actividad porque nadie les daba trabajo.
Como causa de este escenario podemos mencionar, por otro lado, la gran cantidad de personajes nefastos que también defienden –o dicen defender– esos valores. Como esos personajes tienen, por lo general, buena prensa, para el público poco avisado hay una relación hecho-causa. Prefiero no mencionar nombres muy en boga en éstos últimos tiempos y definir lo que digo con el siguiente sofisma: Drácula afirma que dos más dos son cuatro, Drácula es un vampiro, ergo: todos los que dicen que dos más dos son cuatro, son vampiros.
Debemos reconocer, por otra parte, que algunos de esos personajes nefastos se encuentran en el mismo seno de la Iglesia. Entonces, en una suerte de sinécdoque en la que se toma la parte por el todo, se olvidan los cientos de curitas de pueblo que no sólo acompañan a su gente en el sufrimiento, sino que padecen ellos mismos el sufrimiento provocado por la necesidad, la soledad, el abandono; se olvidan los obispos que participan activamente en la vida social y política, interpretando el sentir popular; se olvidan las religiosas y religiosos que elevan el sentimiento profundo de su fe, hacia la construcción de un mundo mejor, más humano y más solidario; se olvida a los miles de laicos que trabajan en la formación, el apoyo y el sustento diario de los más humildes. En pocas palabras: se olvida que Iglesia somos todos.
En ese “somos todos”, debemos incluir lo malo y lo bueno. Porque así como destacamos a los que ostensiblemente muestran al mismo tiempo una pregonada adhesión a la Iglesia y una acción incompatible con ella, también debemos mirar en el interior de nosotros mismos, aunque no seamos personajes públicos.
Porque no siempre actuamos como decimos que hay que actuar. No siempre traducimos en hechos la obligación que tenemos como cristianos. “Muéstrenme sus obras y yo veré su fe” nos dice el apóstol Santiago. No siempre nuestra fe se demuestra con obras. Dicho de otra manera: a veces los ataques que recibimos son por nuestra culpa
Esas obras no necesitan ser grandes. Responder con una sonrisa al mal trato del otro, llevar una palabra de aliento al descorazonado, escuchar al que se siente solo, son acciones que valen tanto como levantar un monumento. Claro que, aunque no lo parezca, son más difíciles de llevar a cabo.
Como vemos, la defensa de la Iglesia está en nuestras manos. Bastará con mirarnos por dentro con la luz de la fe, los demás mirarán las obras que hagamos en consecuencia. Dios nos mirará a los ojos y nos llamará por nuestro nombre. Y eso vale no sólo para los cristianos sino para todos los seres humanos

Quizás estas líneas sean una inutilidad ya que nuestra mayor defensa está dada en ver las capillas católicas que deben ser ampliadas porque no dan abasto para albergar a la gran cantidad de personas que concurren a las misas dominicales, en los millones de fieles que caminan en las cientos de peregrinaciones que se hacen anualmente y en la infinita cantidad de padres que piden los sacramentos para sus hijos.