domingo, 28 de diciembre de 2008

NAVIDAD


Mi primo Alberto ha copiado algunos escritos míos, para enviar a sus amigos los tradicionales saludos navideños.
Como retribución copio parte de lo escrito por él en esos mensajes, en una obligada referencia que debo hacer de la navidad.

Navidad: muy lejos de la fiesta popular es una festividad religiosa, una creencia muy profunda que el ser humano puede experimentar. Es su FE. Esa virtud o fuerza interior que permite al hombre superar situaciones adversas o lograr objetivos en nombre Dios. Creer.
Así me lo hizo vivir mi padre quien no dejaba de concurrir a la misa de Gallo (así la llamaba) a las 0 hrs. del día de Navidad. Mi hermano y yo lo acompañábamos y luego volvíamos a festejar el cumpleaños de Jesús con toda la familia reunida. Ese sentimiento de la Navidad no me abandonó nunca. Hoy sabemos que los modelos de sociedad conspiran contra los modelos primarios de familia y es muy difícil preservar, a mi modo de ver, la verdadera alegría de la Navidad. Que no sólo son deseos de amor, paz y prosperidad.
Creo que a pesar de todo hemos logrado mantener a la Familia unida en torno a la buena mesa, que no es aquella de los ricos manjares, sino de los buenos sentimientos y deseos para nuestro prójimo.

AUTOR: Luis Alberto Rodríguez

jueves, 25 de diciembre de 2008

CRISTO DEL PERDÓN



Nuestra parroquia se llama “Cristo del Perdón” y esa es la imagen que la preside.
El nombre refiere a un instante supremo en la vida del Redentor.
Alguien que estaba desde el principio y antes aún de los tiempos, se encarnó en un cuerpo, se hizo humano con una misión específica.
Durante esa Vida, generadora de vida, se produjeron muchos hechos prodigiosos.
Jesucristo fue engendrado en un cuerpo virgen. Ya desde ese vientre se le anunció a Juan el Bautista que se estremeció de gozo. El anciano Simeón y la profetisa Ana supieron su destino en cuanto lo vieron.
De muy joven sorprendió a sabios y sacerdotes con una sabiduría que no era común ni siquiera en los ancianos.
En su bautismo, el Espíritu Santo se manifestó anunciándolo a los hombres. Durante su ministerio curó enfermos, caminó sobre las aguas, multiplicó los panes, resucitó a los muertos…
Pero nada de eso era la misión que venía a cumplir. Sólo eran gritos, llamados de atención para un mundo que se apartaba de los caminos de Dios, pese a las advertencias de los profetas. Hasta que se encontró con su Cruz.
Dice la saeta andaluza: “No puedo cantar, ni quiero,/ a ese Jesús del madero/ sino al que anduvo en la mar”. El hombre sensato no quiere la Cruz, la rechaza. Prefiere al Cristo milagroso, al que cree triunfante. Pero, como dirá San Pablo, el cristianismo es “locura”. El verdadero triunfo de Cristo radica en la Cruz.
Después de ser vendido, humillado y azotado debió cargar con su Cruz. Pero no era una cruz que le perteneciera, sino que tomó todos los pecados del mundo –nuestros pecados– para convertirse en el cordero sacrificado que habría de redimirnos.
Cuando en el camino al calvario, su cuerpo herido no pudo más, un hombre cualquiera del pueblo le ayudó con su carga.
El Cristo aparentemente vencido fue más humillado: se lo despojó de sus ropas en una cultura que rechazaba y castigaba la desnudez y hasta la sola vista de la desnudez ajena.
Ese Cristo desnudo, herido, humillado, indefenso, fue clavado en esa cruz ajena pero que le pertenecía por su propia decisión.
Los clavos en medio de las manos, como muestran las imágenes que se han creado a través de los tiempos, las hubieran desgarrado por el propio peso del cuerpo. Esos clavos debían haber estado en la muñeca, en medio de un tendón que habrá estremecido de dolor al Salvador.
Absolutamente sólo (porque no hay mayor soledad que la del pecado y Él llevaba todos nuestros pecados, pasados y futuros), sigue siendo insultado y escarnecido. En el interior de su cuerpo se producen desgarros. Sus pulmones oprimidos dejan de tomar aire y, cuando la muerte se acerca, el instinto de supervivencia estira sus piernas. Nuevamente respira y el sufrimiento vuelve a comenzar el ciclo.
Allí se produce el acto supremo. Un instante antes de la muerte, dirige su mirada a su Padre pidiéndole: “Perdónalos, no saben lo que hacen”.
Ese es el momento que recoge la cruz que preside nuestra Parroquia. Contemplémosla.
No le pidamos a ese Cristo del Perdón, milagros ni el alivio de nuestras penas. Ayudémosle, con alegría, a llevar su Cruz.
Todo lo demás se nos dará por añadidura.

lunes, 1 de diciembre de 2008

TESTIMONIO


Creo firmemente que Dios obra milagros. A veces son portentosos, colosales y otras tan pequeñitos que no parece que lo fueran. A veces los milagros producen efectos en toda la humanidad y otras en los seres más insignificantes de la tierra.
A veces los milagros se disfrazan como descubrimientos de la ciencia y otras como casualidades.
Creo en todo eso, pero me rehúso a hablar de ello para no alimentar cierta religiosidad más teñida de superstición que de fe. No quiero tampoco que la religión se convierta en un trato comercial: yo me porto bien y rezo lo suficiente y, a cambio, Dios produce milagros, cura enfermos y provee el sustento diario.
Nuestra acción y nuestra oración no pueden estar condicionadas por los resultados ni condicionar a Dios para que retribuya nuestro esfuerzo.
Pero si creo que nuestras acciones y nuestra oración (especialmente la oración comunitaria) agradan a Dios y elevan al ser humano.
La oración con fe es, por si misma, una gracia de Dios, independientemente de los resultados materiales y visibles que produzca.

Después de haber pasado por un clínico y dos cardiólogos, estoy tratándome en la Fundación Favaloro a causa de una hipertensión arterial sostenida. Se me había diagnosticado una dilatación muy grande de la aorta con posible afección en el cayado. Se me ordenaron otros estudios para conocer el tamaño del aneurisma en la aorta descendente y así determinar si había que intervenir quirúrgicamente.
El pasado 11 de noviembre, el padre Américo Aguirre ofició, en nuestra parroquia una misa por los enfermos y al finalizar impartió el sacramento de la Unción.
Cuando impuso su mano sobre mi cabeza, sentí una sensación que no en fácil de describir. Podría decir que fue como una energía que desde su mano bajaba hasta el suelo en forma de cono (para ilustrar, digamos que tenía la forma del manto de la Virgen de Luján) No sólo yo tuve tal sensación, sino que todos los presentes, ungidos o no, salimos de allí sabiendo que algo muy fuerte había sucedido.
Los estudios que debía realizarme comenzaban al día siguiente de haber recibido la Unción. Hice todo tal cual me pidieron y el 29 de noviembre llevé los resultados a la cardióloga. Mientras miraba los estudios y comparaba con los anteriores, daba muestras de aprobación y de alegría. Al fin me dijo: “Es increíble, pero está muy bien. En los estudios anteriores había una gran dilatación de la aorta que ahora ha desaparecido”. Le conté que la presión había bajado y que me sentía muy bien. Me tomó la presión y ante su cara de asombro supuse que había aumentado (la vez anterior era de 19-12). Hasta que volvió a decir: “Es increíble: 11-7”.
Era tanta la alegría y el asombro que mostraba, que supuse que en la anterior visita no me había dicho toda la gravedad que tenía la afección. Me ordenó otros estudios “por las dudas”. Al irme, me acompañó hasta la puerta y me despidió con un beso. Cuando salí escuché que decía como para sí: “¡Qué suerte!”. Ni ella misma lo creía.

Creo que es el momento de dar testimonio. No sólo me he curado por la unción y por la imposición de manos que hizo Américo, sino también por las oraciones que mis amigos elevaron a Dios durante todo este tiempo. Y como hacedores de esas oraciones debo incluir no sólo a los católicos como yo, sino también nuestros hermanos evangélicos y a los “agnósticos” o “incrédulos”, porque sé que oraron con fe. Esa comunión se hizo agradable a Dios.
Pero, por sobre todas las cosas, mi cura se debe a que Dios obró en mí. A su amor y bondad le pertenece el milagro.
Infinitamente más indigno, puedo decir como María: “El Señor hizo en mí maravillas”.
Sigamos orando con fe por nuestros enfermos.
Un abrazo en Cristo por el amor de María.
Ernesto