lunes, 1 de diciembre de 2008

TESTIMONIO


Creo firmemente que Dios obra milagros. A veces son portentosos, colosales y otras tan pequeñitos que no parece que lo fueran. A veces los milagros producen efectos en toda la humanidad y otras en los seres más insignificantes de la tierra.
A veces los milagros se disfrazan como descubrimientos de la ciencia y otras como casualidades.
Creo en todo eso, pero me rehúso a hablar de ello para no alimentar cierta religiosidad más teñida de superstición que de fe. No quiero tampoco que la religión se convierta en un trato comercial: yo me porto bien y rezo lo suficiente y, a cambio, Dios produce milagros, cura enfermos y provee el sustento diario.
Nuestra acción y nuestra oración no pueden estar condicionadas por los resultados ni condicionar a Dios para que retribuya nuestro esfuerzo.
Pero si creo que nuestras acciones y nuestra oración (especialmente la oración comunitaria) agradan a Dios y elevan al ser humano.
La oración con fe es, por si misma, una gracia de Dios, independientemente de los resultados materiales y visibles que produzca.

Después de haber pasado por un clínico y dos cardiólogos, estoy tratándome en la Fundación Favaloro a causa de una hipertensión arterial sostenida. Se me había diagnosticado una dilatación muy grande de la aorta con posible afección en el cayado. Se me ordenaron otros estudios para conocer el tamaño del aneurisma en la aorta descendente y así determinar si había que intervenir quirúrgicamente.
El pasado 11 de noviembre, el padre Américo Aguirre ofició, en nuestra parroquia una misa por los enfermos y al finalizar impartió el sacramento de la Unción.
Cuando impuso su mano sobre mi cabeza, sentí una sensación que no en fácil de describir. Podría decir que fue como una energía que desde su mano bajaba hasta el suelo en forma de cono (para ilustrar, digamos que tenía la forma del manto de la Virgen de Luján) No sólo yo tuve tal sensación, sino que todos los presentes, ungidos o no, salimos de allí sabiendo que algo muy fuerte había sucedido.
Los estudios que debía realizarme comenzaban al día siguiente de haber recibido la Unción. Hice todo tal cual me pidieron y el 29 de noviembre llevé los resultados a la cardióloga. Mientras miraba los estudios y comparaba con los anteriores, daba muestras de aprobación y de alegría. Al fin me dijo: “Es increíble, pero está muy bien. En los estudios anteriores había una gran dilatación de la aorta que ahora ha desaparecido”. Le conté que la presión había bajado y que me sentía muy bien. Me tomó la presión y ante su cara de asombro supuse que había aumentado (la vez anterior era de 19-12). Hasta que volvió a decir: “Es increíble: 11-7”.
Era tanta la alegría y el asombro que mostraba, que supuse que en la anterior visita no me había dicho toda la gravedad que tenía la afección. Me ordenó otros estudios “por las dudas”. Al irme, me acompañó hasta la puerta y me despidió con un beso. Cuando salí escuché que decía como para sí: “¡Qué suerte!”. Ni ella misma lo creía.

Creo que es el momento de dar testimonio. No sólo me he curado por la unción y por la imposición de manos que hizo Américo, sino también por las oraciones que mis amigos elevaron a Dios durante todo este tiempo. Y como hacedores de esas oraciones debo incluir no sólo a los católicos como yo, sino también nuestros hermanos evangélicos y a los “agnósticos” o “incrédulos”, porque sé que oraron con fe. Esa comunión se hizo agradable a Dios.
Pero, por sobre todas las cosas, mi cura se debe a que Dios obró en mí. A su amor y bondad le pertenece el milagro.
Infinitamente más indigno, puedo decir como María: “El Señor hizo en mí maravillas”.
Sigamos orando con fe por nuestros enfermos.
Un abrazo en Cristo por el amor de María.
Ernesto

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