jueves, 25 de diciembre de 2008

CRISTO DEL PERDÓN



Nuestra parroquia se llama “Cristo del Perdón” y esa es la imagen que la preside.
El nombre refiere a un instante supremo en la vida del Redentor.
Alguien que estaba desde el principio y antes aún de los tiempos, se encarnó en un cuerpo, se hizo humano con una misión específica.
Durante esa Vida, generadora de vida, se produjeron muchos hechos prodigiosos.
Jesucristo fue engendrado en un cuerpo virgen. Ya desde ese vientre se le anunció a Juan el Bautista que se estremeció de gozo. El anciano Simeón y la profetisa Ana supieron su destino en cuanto lo vieron.
De muy joven sorprendió a sabios y sacerdotes con una sabiduría que no era común ni siquiera en los ancianos.
En su bautismo, el Espíritu Santo se manifestó anunciándolo a los hombres. Durante su ministerio curó enfermos, caminó sobre las aguas, multiplicó los panes, resucitó a los muertos…
Pero nada de eso era la misión que venía a cumplir. Sólo eran gritos, llamados de atención para un mundo que se apartaba de los caminos de Dios, pese a las advertencias de los profetas. Hasta que se encontró con su Cruz.
Dice la saeta andaluza: “No puedo cantar, ni quiero,/ a ese Jesús del madero/ sino al que anduvo en la mar”. El hombre sensato no quiere la Cruz, la rechaza. Prefiere al Cristo milagroso, al que cree triunfante. Pero, como dirá San Pablo, el cristianismo es “locura”. El verdadero triunfo de Cristo radica en la Cruz.
Después de ser vendido, humillado y azotado debió cargar con su Cruz. Pero no era una cruz que le perteneciera, sino que tomó todos los pecados del mundo –nuestros pecados– para convertirse en el cordero sacrificado que habría de redimirnos.
Cuando en el camino al calvario, su cuerpo herido no pudo más, un hombre cualquiera del pueblo le ayudó con su carga.
El Cristo aparentemente vencido fue más humillado: se lo despojó de sus ropas en una cultura que rechazaba y castigaba la desnudez y hasta la sola vista de la desnudez ajena.
Ese Cristo desnudo, herido, humillado, indefenso, fue clavado en esa cruz ajena pero que le pertenecía por su propia decisión.
Los clavos en medio de las manos, como muestran las imágenes que se han creado a través de los tiempos, las hubieran desgarrado por el propio peso del cuerpo. Esos clavos debían haber estado en la muñeca, en medio de un tendón que habrá estremecido de dolor al Salvador.
Absolutamente sólo (porque no hay mayor soledad que la del pecado y Él llevaba todos nuestros pecados, pasados y futuros), sigue siendo insultado y escarnecido. En el interior de su cuerpo se producen desgarros. Sus pulmones oprimidos dejan de tomar aire y, cuando la muerte se acerca, el instinto de supervivencia estira sus piernas. Nuevamente respira y el sufrimiento vuelve a comenzar el ciclo.
Allí se produce el acto supremo. Un instante antes de la muerte, dirige su mirada a su Padre pidiéndole: “Perdónalos, no saben lo que hacen”.
Ese es el momento que recoge la cruz que preside nuestra Parroquia. Contemplémosla.
No le pidamos a ese Cristo del Perdón, milagros ni el alivio de nuestras penas. Ayudémosle, con alegría, a llevar su Cruz.
Todo lo demás se nos dará por añadidura.

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